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Nunca es tarde para hablar

cómo recuperarse de una agresión sexual

*Nota de las editoras: El siguiente testimonio se reproduce con el propósito de concienciar sobre las secuelas que deja la agresión sexual en las personas sobrevivientes y la ayuda que estas pueden recibir. El relato puede generar angustia entre quienes han vivido experiencias similares. En esos casos, sugerimos buscar otros contenidos y procurar ayuda de un o una profesional de la salud mental. La agresión sexual es un crimen y es quien la comete la persona responsable. Aquí podrás encontrar recursos de apoyo. Este testimonio ha sido publicado bajo un acuerdo de mantener confidencial la identidad de la persona que lo ha compartido.

Yo siempre digo que comencé a ser agredida sexualmente cuando tenía alrededor de 5 años. Digo “alrededor” porque la realidad es que no tengo un recuerdo exacto del momento particular. Cuando una es pequeña, de por sí, algunas memorias son confusas y, cuando tú vives una situación de violencia sexual, el cerebro tiende a jugar con tu memoria.

Quien me agredió sexualmente fue mi papá.

Mi mamá y mi papá se divorciaron cuando era pequeña, y las agresiones sexuales se daban en las relaciones paterno-filiales. Empezó como actos lascivos y escaló hasta violación.

Por mucho tiempo, reprimí lo que me había ocurrido. Me daba una sensación como de saber y no saber lo que me había pasado; como si de alguna manera pudiera compartimentarlo del resto de mi vida. Incluso, a él, lo veía de dos formas bien distintas. Cuando estábamos con toda la familia, él era mi papá, al que yo quería, pero tan pronto él y yo estábamos solos en un mismo espacio, automáticamente todas las defensas se me prendían, estaba hiperalerta, pensando en posibilidades de escape.

Tengo recuerdos de esto ocurrir en casa de mis abuelos paternos, en una casa que mi papá tenía en el pueblo, otra casa donde vivió cerca de la playa y otra en una urbanización en otro municipio.

Él trataba de comprarme más cosas, de tener ciertas atenciones conmigo o de ser más liberal en términos de la disciplina para mantenerme cerca. Como a los 11, 12 años, empecé a buscar formas de evitar quedarme sola con él. Si mi madrastra decía que iba a salir de la casa, trataba de montarme en el carro con ella.

Él tenía esta frase que usaba: “Vamos a añoñarnos”, y ya yo sabía lo que eso significaba, pero muchas veces se me hacía difícil salirme de la situación. Lo que hacía era que me quedaba tiesa; no me movía. Tengo recuerdos bien vívidos de un cuarto particularmente. Recuerdo que estaba pintado de blanco. Recuerdo cómo estaba organizado el juego de cuarto, el espejo que había, porque me enfocaba en otras cosas para tratar de no sentir. Así, pasaron los años. Esos son mis recuerdos de pequeña.

Al principio, no sabía que las cosas que él estaba haciendo eran malas. Una no sabe.

Cuando tenía entre 11 y 12 años, tenía este padrino que le estaba enseñando a sus hijos a boxear. A mí, me dio con que quería aprender. Él no quería, pero después de cierto debate conmigo y una amenaza de “si te dan duro, no llores”, me dejó practicar. En ese momento, yo no lo entendía así, pero tiempo después, me di cuenta de que eso me ayudó a tener más confianza en mí misma.

La última vez que recuerdo que mi papá intentó agredirme sexualmente, fue como si hubiese dejado de ver lo que tenía de frente por un momento y cuando regresé en mí, él estaba en el piso y yo sobre él pegándole. Creo que él se frizó ante mi reacción, pues siendo un hombre grande, veterano del ejército, pudo haberme hecho volar con un cantazo. Recuerdo darle y decirle: “Si tú me vuelves a tocar, no me va a importar. Yo voy a salir corriendo por la calle y le voy a gritar a todos los vecinos lo que tú me estás haciendo”.

Luego de eso, él sí hizo intentos, pero los intentos eran distintos. Por ejemplo, yo podía estar en el mismo carro que él guiaba, sentada al frente y él trataba de pasarme la mano por la falda, yo le daba un cantazo y él quitaba la mano. La dinámica cambió.

Por mucho tiempo, me sentí culpable. Me decía a mí misma: “Si lo único que hacía falta era eso, que yo le cayera encima, tal vez pude evitarlo antes”. Fue una de las cosas que más tiempo me tomó entender; que fue en ese momento cuando yo tuve la fuerza y la capacidad para defenderme, y poder soltar esa culpa.

Caí en cuenta de la gravedad del asunto estando en décimo grado, tomando una clase de Paternidad Responsable. Recuerdo que en el salón vimos un vídeo de una relación de violencia doméstica que culmina con un acto de violencia sexual. Ahí fue cuando caí en cuenta de que lo que viví era violencia sexual. Tuve que reprimir mi reacción porque no quería que nadie en el salón se diera cuenta y, sin saber con quién hablarlo, buscar alternativas. Ese día, lo hablé por primera vez con un amigo, pero con el compromiso de que no se lo comentara a nadie más y que me ayudara a comenzar a sentirme cómoda hablando sobre lo que me había ocurrido.

Cuando comencé en la universidad, empecé a tener síntomas de depresión y se estaban afectando mis notas. No entendía por qué. Yo siempre había sido una estudiante de cuatro puntos y una de las cosas que hacía para desconectarme de esas experiencias era estudiar y leer. Así que para mí era un issue bien grande el que estuviera saliendo mal en mis clases, el que de momento no pudiera levantarme de la cama, que me diera miedo salir de la casa.

En la medida en que iban pasando los semestres, los síntomas iban progresando. Dejé de ir a las clases porque no encontraba cómo llegar. A veces me daba pánico salir de la casa para llegar a la universidad. Lo único que me salvó fue que me integré al movimiento estudiantil y encontré un espacio en el que compartía con otras personas y no me sentía aislada.

Quedé suspendida de la universidad y, en ese proceso, me dio mucho miedo que mi mamá, con quien tenía una relación difícil, decidiera que regresara a mi pueblo y me encerrara por el período que durara la suspensión, así que decidí irme de mi casa, que era realmente no volver a vivir con ella porque yo me hospedaba.

Empecé a desarrollar ansiedad. Mi familia me llamaba, me dejaba mensajes bien fuertes en el teléfono y empecé a tener ataques de pánico cada vez que el teléfono sonaba. Yo oía el teléfono y me daban ataques de pánico.

En mi cabeza, la manera en que yo entendía las cosas, pensaba que yo debía decirle a mi mamá que mi papá me había agredido sexualmente, que probablemente eso la iba a hacer a ella entender muchas cosas y que nuestra dinámica podía ser menos tensa.

Su reacción inicial no fue buena desde mi perspectiva. Había mucho escepticismo y ella sentía que esa era mi manera de yo justificar haberme ido de la casa. Yo le pedí hablar con mi hermana, porque yo no estaba segura si mi hermana había pasado lo mismo que yo. Ella lo permitió, pero a regañadiente. La primera reacción de ella fue decirme que ya yo estaba dañada, que ella no quería que yo dañara a mi hermana. Y esas palabras a mí se me quedaron.

Sintiéndome en el fondo del hoyo, asumí con seriedad mi necesidad de ayuda profesional. Entonces, comencé a asistir como voluntaria a un grupo de apoyo para sobrevivientes de violencia de género en el Proyecto Siempre Vivas.

Me topé con un espacio donde se trataba a las sobrevivientes de manera bien solidaria y un día decidí contarle mi historia a la directora del proyecto. Me asignaron una psicóloga, empecé a participar de los grupos de apoyo como sobreviviente y me empezaron a ayudar con el proceso de denunciar.

En las sobrevivientes de violencia sexual el proceso de sanación es continuo. Pero ese grupo de apoyo fue un espacio de mucha solidaridad donde aprendí a dejar de culparme, a querer hacerme dueña de mi historia, a reconocer mis fortalezas y resistencias, y también de aprender que había relaciones familiares que no eran saludables y que había que cortar para ponerme a mí y mi salud mental como prioridad.

Fue un proceso de empoderarme y asumí con mucha seriedad el poder facilitar el proceso para otras sobrevivientes en el espacio de la universidad. Además de los grupos de apoyo, se daba acompañamiento a las sobrevivientes en el Recinto y en el Tribunal, la Policía. Y ese espacio me ayudó tanto que decidí cambiarme al Departamentode Ciencias Sociales con el fin de hacer una maestría en Trabajo Social porque en Siempre Vivas había muchas trabajadoras sociales y yo también quería ser una. El trabajo que ellas hacían me inspiró. Ha sido un proceso bien largo. Todavía hay cosas con las que batallo.

Una de las cosas de las que se habla muy poco es sobre cómo tú recuperas tu parte sexual, cómo consigues sentirte cómoda y segura de compartir una relación sexual con una persona. Esa fue una de las cosas que más difícil se me hizo, pero yo no quería perder esa parte de mí y pues con las personas con las que compartí era bien sincera. Les decía: “Yo soy sobreviviente de violencia sexual. Puede pasar que me den flashbacks y yo necesito que tú estés pendiente a esto, esto y esto. O estas cosas me ayudan a calmarme. O hay que tomarlo con más calma conmigo». Fueron cosas que poco a poco me ayudaron a sentirme cómoda con esa parte de mí.

Puedo decir que después de cinco años de casi no tener comunicación con mi familia, ahora sí la tengo y es una buena comunicación. Llevamos ya varios años relacionándonos. Ese período de estar separada me hizo reflexionar, aprender y madurar mucho. Por lo menos con mi mamá, nos sentamos de nuevo a tratar de tener una relación. Una de las cosas que le dije fue: “Si tú no me crees, aquí no hay nada que buscar”. Y ella me dijo que me creía. Recientemente, hubo una situación en la que tuve a mi agresor bien cerca y la manera en que ella respondió me dejó saber que sí me cree y que hay un apoyo de parte de ella que puedo tener. Todavía estamos en proceso de entendernos porque tenemos visiones bien distintas sobre qué es lo que significa sanar. Cuando una vive una situación de violencia sexual, no solamente se afecta una, también se afecta todo el núcleo familiar y los procesos de sanación son bien distintos.

Desde la perspectiva de mi mamá, el aspecto religioso y el perdón es central. Desde mi perspectiva, no perdono a nadie como si estuviera dando un cheque en blanco. Para mí, el perdón tiene que ganarse. Si no veo de parte de él nada que vaya por esa línea, yo no estoy en la obligación de perdonarlo para sanar. Son esos debates que tenemos pendientes, pero estamos en un lugar mucho mejor del que estábamos antes.

Sí ha sido algo que ha marcado a mi familia. Aunque todos lo saben, a veces se siente como el elefante en el cuarto. Me ha tocado hablarlo en distintos momentos con distintas personas de la familia, pero de manera individual. Yo sé que otros familiares saben, pero este año precisamente sentí que como parte de este proceso para sanar, en vez de tener esta conversación individual, sentar a todo el mundo y tener la conversación para sacarlo del medio. Porque a mí no me avergüenza decir que soy sobreviviente de violencia sexual y ellos saben que yo lo hablo, que mi trabajo está extremadamente ligado al tema y que eso no va a cambiar, pero ellos tienen perspectivas bien distintas a las mías y sé que a veces hay incomodidades, que eso es como parte de lo que me queda por hacer.

Formalmente, trabajando con mi proceso de sanación, llevo desde el 2008.

Otras personas que hayan pasado por una experiencia de agresión sexual deben saber que tener un grupo de apoyo es bien importante y no me refiero necesariamente a un grupo de apoyo formal. Para mí, fue importante tener gente en mi círculo cercano de amistades que estuvieran conmigo. Eso me ayudó mucho a fortalecerme.

También, no sentirse culpable si hay que cortar gente de la vida para poder sanar. Las personas que somos sobrevivientes de violencia sexual tendemos a pensar en todo el mundo primero; en cómo se va a sentir la familia, las amistades, la pareja, los hijos si hay hijos, y no nos ponemos a nosotras primero. En situaciones como esta, nuestro bienestar va primero que cualquier otra cosa.

Los procesos de sanación no son lineales. Hay veces que das dos pasos para adelante y 10 para atrás. Es parte de la vida y hay que permitirse sentirlo también.

Algo que me tomó años hacer las paces fue el hecho de no haber podido culminar el proceso de la querella y hubo muchos momentos en que me sentí culpable. También, pude entender que no tenía que sentirme culpable por eso, que hice lo más que pude y que eso tampoco es una obligación, más cuando sabemos que el sistema judicial es súper revictimizante. No estoy diciendo que no se debe denunciar, pero si por alguna razón sientes que no puedes, que no es tu momento, no te sientas culpable por eso.

Hay muchas organizaciones sensibles que hacen un trabajo de mucha dedicación para sobrevivientes.

Y otra cosa que deben saber: nunca es tarde para hablar. A mí, esto me pasó desde bien chiquita y lo vine a entender en décimo grado. De decirlo de una forma, fue en la universidad. Hay gente que lo habla cuando tiene 50 años. Nunca es tarde para hablar.

Recursos de apoyo

Proyecto de Apoyo a Mujeres Sobrevivientes de Violencia Doméstica: Siempre Vivas, UPR, Mayagüez
787 833-8242
787 390-3371
787 538-0632

Hogar Ruth (Vega Alta)
787 792-6596
787 883-1805

Hogar Nueva Mujer (Cayey)
787 263-6473

Centro Salud Justicia (Caguas)
787 743-3038 ext. 3210

Oficina para el Desarrollo Integral de la Mujer (Odim) del Municipio de San Juan
787 723-5444

Línea de Orientación a Víctimas de Delitos Sexuales, Policía de Puerto Rico
787 343-0000

Centro de Ayuda a Víctimas de Violación (CAVV)
787 765-2285

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