Ser mamá es el privilegio más grande que he tenido; es el regalo de la extensión de mi propio yo reflejado en la grandiosidad de mi hijo Damián.
Damián tiene 15 años, y es un adolescente maravilloso. Su capacidad de amar es extraordinaria y la simpleza de su mundo acapara el mío de enseñanzas. Su condición de autismo severo lo encierra en una cajita a la que, por suerte, tengo acceso constante.
Al principio de la cuarentena, Damián permanecía con la misma cotidianidad peculiar que lo acompaña siempre. Pero ya a las dos semanas de encierro, debido al distanciamiento social, la ansiedad comenzó a hacer mella en su brillante cerebro. Cambió la rutina del sueño. Se dormía a las 8:30 a.m., por lo que toda la noche permanecía despierto.
Yo… sin dormir. Porque cuando tienes un hijo con esta condición severa, y que es no verbal, se hace imposible no acompañarlo en su proceso. Buscas las maneras de bajar esa ansiedad con tés de manzanilla, tilo y otras hierbas. Le das baños de sal de higuera y lo dejas jugar con el agua; algo que los ayuda en demasía. Empiezas a realizar tareas en la madrugada que alivien lo que está sintiendo: jugar con plastilina, pintar con acuarela, jugar a correr juntos y al conteo de tres tirarse en la cama, la guerra de almohadas, y todo lo que se te ocurra.
Al cambiar el horario, sus terapias y estudios cambian de hora automáticamente. Pero más que un trabajo y una responsabilidad, es la razón de mi existir. Así que, aunque no duermo (porque tengo un compromiso con los artistas, productores y clientes corporativos y debo trabajar un horario de 8:00 a.m. a 10:30 p.m. a diario), me adapto a las circunstancias para que Damián esté bien.
En fin, que ser madre en la cuarentena no es fácil, pero tampoco imposible. Nos engrandece, nos enseña y, aunque terminamos extenuadas, siempre existe el momento de celebrar la labor titánica que nos convierte en héroes sin capa.
*Lidda García Acosta es relacionista profesional y presidenta de la agencia Grandes Eventos.