(Ilustración por Rosa Colón)
No estábamos conscientes de que, para muchas, era el último abrazo, el último roce de codos, el último andar juntas de la mano antes de meses de confinamiento. Esa caminata a paso firme por las calles del Viejo San Juan el 8 de marzo de 2020 fue, sin querer, antesala al anuncio de la sospecha de que la COVID-19 ya estaba en la isla de Puerto Rico.
Mientras las voces que reclamaban estado de emergencia, recuperación justa para las mujeres sobrevivientes de los terremotos del sur y un alto a la impunidad machista retumbaban entre los edificios, en La Fortaleza se cuadraba la conferencia de prensa en la que la entonces gobernadora de Puerto Rico, Wanda Vázquez Garced, hablaría de “un caso sospechoso” del novel coronavirus: una turista italiana aislada en un hospital de San Juan.
Una semana más tarde, con cinco casos confirmados y 17 sospechosos, una orden de toque de queda para todo el archipiélago suspendió trabajos, clases y actividades presenciales, y limitó a la población a sus casas.
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Eran solo dos semanas. Al principio, nos hicieron creer que serían una especie de vacaciones, que teníamos todo el tiempo del mundo para ejercitarnos, para aprender un nuevo idioma o para visitar museos en línea. Pero, rápido, muchas personas se dieron cuenta -otras ya lo sabían- de que por más que lavaran los platos, el fregadero siempre estaba lleno de trastes, y que tener a toda la familia tratando de trabajar y estudiar en el mismo espacio estaba lejos de ser el escenario ideal.
“Si están trabajando de manera remota, sus jefes, en especial los hombres, esperan que produzcan al mismo ritmo que producían cuando no había cuarentena (y los niños y niñas estaban en la escuela, no había que cocinar tres veces al día, fregar otras tres, dar homeschooling, entre mil otras cosas)”, escribía la feminista, abogada y profesora Mariana Iriarte en su columna para Todas, El privilegio de tener tiempo, ya para finales de marzo.
Yaritza Figueroa Torres fue una de esas muchas que de un día al otro se dio de frente con una situación de explotación y agotamiento extremo insostenible.
Cuando la emergencia comenzó en Puerto Rico, llevaba más de un año como empleada en funciones de telemercadeo en una institución universitaria en Caguas. Le gustaba su trabajo. Quedaba cerca de la escuela de su hijo y de su casa, tenía un horario conveniente. Consideraba que era un buen ambiente, con buenos beneficios, como vacaciones y plan de retiro 401K, y oportunidades de crecimiento.
Yaritza, por su parte, era una empleada responsable, cumplía fielmente con las metas y estándares sobre la cantidad de llamadas que debía hacer y de citas a potenciales estudiantes que debía coordinar cada día. Sin embargo, cuando el trabajo y la escuela se volvieron remoto a finales de marzo, las tareas domésticas se multiplicaron y sus padres, adultos mayores, requirieron aún más atención de su parte. Yaritza, como muchas otras mujeres en Puerto Rico y en el mundo, tuvo que tomar una decisión. Tenía que atender las necesidades escolares de su hija, de 8 años, y de su hijo, de 12, y todo lo demás. Su día constaba de cinco jornadas, pues, además, es estudiante de maestría.
“De marzo hasta mayo, esos meses fueron los más horribles de mi vida. Reconocí exactamente que yo tenía cinco jornadas. Me quebré. Todos los días lloraba. Me enojaba con los niños sin ellos tener culpa y, simplemente, no podía”, contó a Todas en una entrevista telefónica.
Como era el principal sustento de su casa, quiso estirar el empleo lo más que pudo, pero cuando se reanudaron las clases virtuales en agosto, entendió que no iba a funcionar y pidió a su patrono un acomodo razonable. “Llamé con el propósito y la esperanza de poder conservar el trabajo”, señala. Estaba dispuesta a cumplir en cinco horas la meta del trabajo que hacía en ocho horas y, a veces, en tiempo extra, porque su jornada regular confligía con las horas de estudio de sus crías. Pero, sus jefes no estuvieron de acuerdo. Dijeron que la necesitaban en su horario y de forma ininterrumpida. Otras madres trabajadoras estaban en la misma posición.
“Nos pusieron entre la espada y la pared a todas las madres, y hubo una renuncia en masa”, recordó. “Si me dan a escoger entre mis hijos y mi trabajo, siempre voy a escoger a mis hijos”.
Lentitud burocrática que no resuelve nada
Desde que se vio obligada a renunciar a finales de agosto, Yaritza ha estado procurando los beneficios del desempleo. Su primera cita, se la dieron para diciembre. El tema de la renuncia, aunque fue obligada por las circunstancias que provocó la pandemia, se convirtió en un punto controvertible que en febrero, aún no se había resuelto. Su próxima cita, es en mayo.
Hasta ahora, han pasado seis meses sin que su caso haya sido resuelto en el Departamento del Trabajo. Son seis meses en los que ha sobrevivido con préstamos estudiantiles, el Programa de Asistencia Nutricional (PAN) y la reforma de salud. Pero, algunas de sus cuentas ya están atrasadas.
“Pago como puedo y cuando puedo. Me da coraje porque yo siempre estaba al día y posiblemente se me afecte el crédito”.
Yaritza se había desahogado sobre este tema en sus redes sociales.
“La pandemia ha dejado evidenciado la explotación de la mujer dentro de una sociedad machista, en donde se nos impone a las mujeres de manera exclusiva, responsabiliza y juzga por la crianza y educación de las crías, al igual que las tareas del hogar”, escribió en una publicación en la que otras madres también comentaron.
“Nuestras cuerpas, mentes y ánimo ya no pueden más. Es momento de abrir los ojos y hacer un autoanálisis. La situación actual es insostenible”, lanzó, al tiempo que hizo un llamado a los hombres a cuestionar sus privilegios de manera más justa.
Tendencia internacional poco documentada en Puerto Rico
En Estados Unidos y en América Latina, se ha sido documentado el peso que ha tenido la pandemia sobre los hombros de las mujeres.
El presidente estadounidense Joe Biden calificó el impacto de la COVID-19 en las mujeres como una emergencia nacional. Casi 3 millones de mujeres en la nación norteamericana dejaron la fuerza laboral en el último año.
Quienes están empleadas constituyen la mayor parte de la fuerza laboral esencial de alto riesgo, ocupando el 78% de todos los trabajos en hospitales, el 70% de los trabajos de farmacia y el 51% de los trabajos en tiendas de comestibles.
Las mujeres negras y latinas conforman entre el 26% y el 28% de estos sectores en Estados Unidos.
Dos de cada tres mujeres son cuidadoras, lo que las pone en riesgo de depresión y ansiedad. Casi dos tercios de las madres están a cargo de apoyar el aprendizaje remoto de sus hijos, reporta el Instituto de Investigación de Políticas de la Mujer.
Los datos no son muy diferentes en el resto de Latinoamérica.
La crisis de COVID-19 ha significado un retroceso de 10 años en el acceso de las mujeres al mercado laboral, profundizando los nudos estructurales de la desigualdad de género, según ha expuesto públicamente la secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Alina Bárcena.
Este retroceso se ve en cifras que apuntan a una reducción del 6% en la participación de las mujeres en el mercado de trabajo de América Latina. La pandemia, además, amplió hasta 22.2% la tasa de desocupación femenina en la región, señala la CEPAL.
Aunque en Puerto Rico no se ha reportado en profundidad sobre los efectos en el empleo y el trabajo no remunerado, para la coordinadora del Observatorio de Equidad de Género, Irma Lugo Nazario, es evidente que las tendencias locales no son muy diferentes de las internacionales.
Aquí, también los trabajos en áreas de servicios, salud y educación son ocupados principalmente por mujeres. Lugo Nazario también consideró que existe una brecha digital que dificulta la conexión a internet para hacer trabajo remoto, tareas escolares y completar solicitudes de ayudas económicas y desempleo.
“Todo esto nos lleva a una mayor pobreza porque sobrevivir implica unas inversiones y unos gastos que muchas no pueden enfrentar”, observó Lugo Nazario, quien también es profesora universitaria.
“Vimos que las agencias no respondieron. El Departamento de Educación no respondió y el Departamento del Trabajo sigue fallando”, agregó.
Estas vulnerabilidades se agudizan entre las mujeres negras. Según datos de la la Encuesta sobre la Comunidad de Puerto Rico para el 2018, recopilados por revista Étnica, el 46.5% de las mujeres negras vive bajo el nivel de pobreza federal. La mediana de ingreso devengado por concepto de trabajo ese año fue $16,486.
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“El sistema nunca ha estado diseñado para las madres trabajadoras”
Para C. Nicole Mason, presidenta y directora ejecutiva del Instituto de Investigación de Políticas de la Mujer (IWPR, en inglés), una organización sin fines de lucro en Estados Unidos que se centra en la equidad salarial, las políticas económicas y la investigación que afecta a las mujeres, el contexto de la pandemia ha sido detonante para el reconocimiento de que el sistema económico actual, sencillamente, no funciona.
“Entendemos que el sistema no funciona y que no es culpa nuestra. Nunca fue hecho para nosotras. Fue hecho para hombres trabajadores. Un sistema hecho para hombres asume el 100% de disponibilidad para el trabajo, libre de responsabilidades o demandas de cuidado (porque hay una mujer en casa para hacerse cargo de esas responsabilidades, por supuesto). Las largas horas, los viajes de trabajo extensos y las reuniones nocturnas son la norma”, escribió en una columna para el Washington Post a meses del comienzo de la pandemia.
“Estas expectativas subestiman a los hombres como cuidadores y desprecian a las mujeres”.
Mason participó la semana pasada de un webinar del Centro de Periodismo de Salud, de la Universidad del Sur de California, en el que expuso parte de los hallazgos de investigaciones recientes a nivel de Estados Unidos.
Lanzó una pregunta cuya respuesta sería una de las bases para un sistema equitativo.
“Si creamos espacios de trabajo capaces de acomodar a la mitad de la fuerza trabajadora, ¿cómo serían estos espacios?”, cuestionó.
En Estados Unidos, las mujeres integran el 50% de la fuerza trabajadora, mientras que en Puerto Rico es el 43.7%, según datos de 2017.
Mason señaló que la forma en que está diseñado el espacio laboral excluye a las mujeres y las obliga a dejar sus empleos. Tiene repercusiones en su desarrollo profesional y posibilidades de incrementar sus ingresos. Su diseño, dijo, todavía responde a los estereotipos y divisiones del trabajo de 1950.
La jornada de ocho horas también responde a modelos anticuados. Antes, los hombres trabajaban y, al llegar a casa, ya la comida estaba hecha y las tareas domésticas completadas, por supuesto, por una mujer.
“Los hechos son que tenemos un sistema de cuidados que está roto -solo depende del trabajo no remunerado de las mujeres-, tenemos un mercado laboral que no está hecho para acomodar a las mujeres. Tenemos que hacer a los gobiernos responsables de adaptar los espacios de trabajo, pero también a las empresas privadas”, resaltó.