Hablaba por teléfono con una amiga mientras revisaba algunas de mis redes sociales. Sabía que buscaban hacía un par de días a una adolescente de la que su papá no sabía nada desde el 29 de marzo. De pronto, vi la noticia. “¡Apareció!”, le dije a mi amiga. Reaccionó con un lamento. Le tuve que aclarar que había aparecido viva. Que estaba bien.
Una respiración profunda antecedió un “está cabrón”. “Está cabrón cómo hemos normalizado las malas noticias de mujeres asesinadas”, me dijo. Yo le comenté que también es frustrante cómo los comentarios bajo la publicación eran un hilván de suposiciones y reclamos de personas que se sentían con el derecho de exigir explicaciones y de repartir insultos a la muchacha y a sus padres. Los leo cada vez que desaparece alguna. Le adjudican comportamientos a partir de cómo luce en la foto con la que la Policía y la familia reclaman su búsqueda. Asumen escapadas con novios y fiestas interminables como la razón de su desaparición según cuán maquillada esté, si sonríe y cómo sonríe, su mirada, la ropa que viste, cuán profundo es su escote, y, sobre todo, el color de su piel.
Me pregunto, ¿cómo exactamente debe lucir una adolescente o una mujer de la que no se sabe nada hace días para que merezca aparecer a salvo? Nadie se toma una foto pensando que esa será la que utilizarán para buscarla si un día no regresa a casa. Pero a los medios, tanto como a la gente, les encanta hacer una distinción entre “las buenas víctimas” y “las malas víctimas”. Las buenas víctimas no salen de fiesta, no reciben ayudas del gobierno, son hijas de “buenas familias”, son de casa y se visten de cierta manera. Una suma de sexismos. Las malas víctimas, todas aquellas que no encajan con ese ideal de niña y mujer perfecta, que hacen y se comportan, muchas veces, como lo hacen los hombres sin que nadie se lo cuestione a ellos. Así, algunas “se buscan” y “se merecen” la fatalidad. Las menos, “las buenas”, “merecen” aparecer a salvo. Cómo los ojos del patriarcado miran la foto con la que las buscan tiene todo que ver con ese juicio.
Aparecer a salvo se dice tan livianamente y no lo es. No lo es porque se puede aparecer muerta, que es realmente un eufemismo para no decir asesinada. Como Valerie Ann. Como Rosimar. Como Angie Noemí. Y como otras tantas que nunca más van a poder hablar ni defenderse.
Me pregunto qué hubiesen dicho de mí si el hombre que me asaltó y me golpeó la cara una tarde de 2008, cuando caminaba de la universidad a mi hospedaje, en Río Piedras, me hubiese llevado con él. ¿Sería lo mismo que hubiesen dicho si me hubiera ido a los 16 años con el novio que tenía y me hubiera desconectado del mundo por varios días? Mi desaparición, ¿hubiese sido diferente para mis padres, a quienes de seguro les hubiese pasado por la mente la idea de que no me volverían a ver? Lo sé porque siempre que en mi adolescencia llegué a mi casa más tarde de la hora que había prometido, me recibía mi mamá llorosa y me decía, también molesta, “pensé que te había pasado algo”. Yo pensaba que exageraba. Usualmente, dependía de otras personas que me daban pon para regresar a mi casa a tiempo. Pero, ¿y si me hubiese pasado algo? En este país, una siempre piensa que le puede pasar “algo”. Y ese “algo” puede ser lo peor.
Cuando leo los informes de la Policía sobre jóvenes y mujeres desaparecidas, yo también pienso que les pasó “algo” y ruego, desde lo más profundo de mi ser, que sí aparezcan bien. Que no importa dónde estuvieron ni con quién, que estén bien. Pero, cuando leo los comentarios bajo las noticias, solo puedo pensar en un país que nos quiere muertas, asesinadas, pues solo un asesinato justificaría una desaparición y, por lo tanto, una búsqueda, aunque sea para eso, encontrarnos muertas. Entonces, sí valdría la pena, la lástima, el esfuerzo y la empatía.
Si aparecen vivas, los comentarios las acribillan con una retahíla de prejuicios machistas. La gente se inventa castigos y exige explicaciones que solo les competen a ellas y a sus familias, y sí, en algunos casos a las autoridades encargadas de asegurar su bienestar. Si aparecen muertas, asesinadas, tampoco su memoria queda libre del escarnio que asume que las mujeres siempre llevamos la culpa. “Ella se lo buscó”, lo he leído y escuchado tantas veces.
Yo sé que los usuarios que consistentemente despilfarran su machismo bajo las noticias no representan la mayoría de las personas del país. Por lo menos, eso quiero pensar. Pero a esos que definitivamente no les tiemblan las manos para desperdigar veneno contra las mujeres desaparecidas y asesinadas, les hace falta en empatía la cantidad que les sobra de entremetimiento. ¿Tan difícil es ponerse en el lugar de la familia que les busca?
Yo solo digo que si un día desaparezco, por favor, búsquenme. Y si luego aparezco viva, que no me maten.