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De vaguedades y certezas

El Estado reconoció, al aprobar la Ley de Feminicidio, que hay un bien particular que debe protegerse: la vida de las mujeres frente a una forma específica y persistente de violencia
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Un panel de tres jueces del Tribunal de Apelaciones desestimó recientemente un cargo de asesinato en primer grado contra el asesino de Mildred Beatriz Colón, al concluir que el artículo de la Ley de Feminicidio por el cual se le acusó era inconstitucional primero, por considerarlo vago; y segundo, por entender que violaba la cláusula constitucional que prohíbe el discrimen por razón de sexo.

En el lenguaje jurídico, la vaguedad no es una nimiedad. Es una categoría técnica con peso y consecuencias: una ley puede y debe ser declarada inconstitucional si una persona de conocimiento común no puede identificar con claridad qué conducta está prohibida. Esa indefinición puede vulnerar el principio de legalidad, porque nadie debe perder su libertad por una disposición ambigua.

En este caso, el tribunal encontró esa ambigüedad en el inciso 93-E(5) del Código Penal, que dispone que se considerará feminicidio “todo asesinato en el cual la víctima sea una mujer, cuando al cometerse el delito concurra alguna de las siguientes circunstancias: (…) que el sujeto haya realizado actos o manifestaciones esporádicas o reiteradas de violencia en contra de la víctima, independientemente de que los hechos fueran denunciados o no por la víctima”.

El lenguaje de ese inciso es amplio, y ciertamente puede dar lugar a interpretaciones distintas sobre qué constituye un “acto o manifestación de violencia”. Desde una mirada técnica, esa falta de concreción puede justificar una revisión judicial. Y eso, por sí mismo, no debería escandalizarnos.

Las feministas y las defensoras de derechos humanos no tenemos que temer que los tribunales revisen las leyes, ni que las devuelvan al debate público cuando requieren mayor claridad. El trabajo feminista no es restringir derechos, sino ampliarlos. No es oponerse al debido proceso, sino insistir en que el Estado adopte herramientas efectivas para proteger la vida.

Si el Estado sigue apostando a un modelo punitivo, al menos que ese modelo sea preciso y coherente. La claridad normativa, lejos de debilitar la protección, la fortalece.

El planteamiento de que la ley viola la cláusula constitucional contra el discrimen por razón de sexo es alarmante.

Ese argumento amerita una mirada más detenida, porque, a diferencia del asunto de la vaguedad —que podría resolverse con voluntad política y una enmienda legislativa que aclare los términos—, aquí lo que se revela es una comprensión equivocada del tribunal sobre la desigualdad de género y sobre la importancia misma de nombrar los feminicidios.

Hay varios aspectos de esa parte de la sentencia que merecen atención.

Primero, el tribunal acepta que el agresor pueda reclamar que la ley lo discrimina porque, según su interpretación, estaría expuesto a una pena mayor “por haber matado a una mujer”. En otras palabras, el tribunal entiende que este hombre —el asesino de Mildred— puede impugnar la ley alegando que lo pone en desventaja porque la víctima, la persona asesinada, es una mujer y no un hombre.

Ese razonamiento es problemático por varias razones. En primer lugar, la Ley de Feminicidio no dice que solo los hombres puedan ser acusados. Una mujer también podría serlo si cumple con los criterios que la ley establece. Lo que define el feminicidio no es quién agrede, sino a quién se agrede y bajo qué circunstancias.

El eje de la norma está en la víctima, no en el agresor: en el reconocimiento de una forma de violencia que tiene raíces estructurales y que afecta de manera desproporcionada a las mujeres.

Y eso no es nuevo en nuestro ordenamiento. Ocurre, por ejemplo, cuando el derecho establece protecciones especiales hacia personas embarazadas, menores de edad o adultos mayores: no porque discrimine a los demás, sino porque reconoce que son poblaciones históricamente vulneradas o porque existe una realidad específica que merece atención distinta.

Segundo, el tribunal trata la noción de desigualdad de género —o de asimetría de poder— como si se tratara de una idea abstracta o meramente ideológica. Ese juicio es preocupante, porque descarta décadas de evidencia empírica. La desigualdad de género no es una teoría en el aire: es un fenómeno medido, documentado y estudiado. Está sustentado en datos, en estadísticas, en la vida concreta de miles de mujeres. Que la sentencia ignore por completo esa evidencia —sin mencionar informes, ni el trabajo de entidades como el Observatorio de Equidad de Género, que impulsó y defendió esta ley—, pero cite selectivamente memorandos de otras entidades, deja ver un sesgo discriminatorio.

Tercero, aunque el propio tribunal reconoce que podría existir un interés apremiante en atender la violencia de género, no logra establecer la conexión entre ese interés y la necesidad de nombrar el feminicidio. Esa desconexión lleva a una lógica simplista: “¿qué importa cómo se llame, si ya existe el delito de asesinato?” Pero importa, y mucho.

El Estado reconoció, al aprobar la Ley de Feminicidio, que hay un bien particular que debe protegerse: la vida de las mujeres frente a una forma específica y persistente de violencia. Nombrarlo no es un gesto simbólico, es una respuesta política y jurídica ante una realidad medible y repetida. No queremos vivir en una sociedad donde se mata a las mujeres por ser mujeres, y el derecho tiene la obligación de decirlo así, con todas sus letras.

Hay, sin embargo, certezas que ninguna sentencia puede borrar.

Certeza es que Mildred fue asesinada por su esposo.
Certeza es que hubo advertencias, silencios y señales de violencia.
Certeza es que, mientras el derecho duda, nosotras sabemos —sin ambigüedades— cuándo una vida fue arrebatada por razones de género.

Y también hay otra certeza: que ante decisiones como esta, las feministas tenemos trabajo por hacer.

Nos toca detenernos, leer, analizar y acompañar a la gente a mirar con cautela. Nos toca abrir conversaciones pendientes: sobre el peso del modelo punitivo, sobre cómo se legisla sobre nuestros cuerpos y experiencias, y sobre cuánta participación queremos y debemos tener en esos procesos.

Nos toca defender la producción de conocimiento feminista —como la del Observatorio de Equidad de Género— y también revisar críticamente el lenguaje del derecho: ese binomio sexo-género que se difumina cada vez más y que, sin embargo, sigue siendo el andamiaje sobre el cual se construyeron y construyen normas y sentencias que nos afectan.

Porque, al final, esa también es una certeza: que nuestra lucha no termina en una sentencia, que nombrar salva, que precisar protege, y que defender derechos —todos los derechos— sigue siendo una forma de justicia.

*Esta columna está dedicada a las más de 455 mujeres que han sido víctimas de feminicidios durante los pasados seis años, según reportado por el Observatorio de Equidad de Género de Puerto Rico.

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