Ojalá nunca hubiera aprendido a odiar mi cuerpo. Desde que tengo memoria, he habitado un cuerpo gordo y, aunque hoy lo acepto, no siempre fue así. Aprendí temprano que mi tamaño era visto como un problema a corregir. Crecí escuchando comentarios como: “Es por tu salud”, “Solo queremos lo mejor para ti”, “tienes que tener fuerza de voluntad”. Estas palabras insinuaban que mi cuerpo era una falla, una prueba de falta de esfuerzo.
Nuestra cultura enseña a las mujeres a ocupar el menor espacio posible, a encogernos, a disculparnos por existir. Nos crían para ser objetos de deseo, no protagonistas de nuestra propia vida. Para las mujeres gordas, esta violencia se intensifica: nuestros cuerpos son vistos como públicos, propiedad colectiva. Se nos juzga, aconseja sin pedirlo y se utiliza como advertencia o chiste. La gordofobia es también una violencia de género.
Como psicóloga clínica especializada en manejo de estrés y autocuidado, he vivido y observado esta realidad en muchas personas. La gordofobia no es solo una cuestión de autoestima; es un problema de salud pública que excluye, margina y niega derechos básicos.
Nos dicen que el peso es el mayor determinante de la salud, pero la evidencia científica cuenta otra historia. Hay personas gordas que gozan de buena salud y personas delgadas que padecen enfermedades. El bienestar no depende exclusivamente de la talla; factores como el acceso a la salud, el estrés crónico y el estigma pesan tanto o más que cualquier número en la báscula. Sin embargo, seguimos culpando a las personas gordas por las condiciones que esta misma sociedad les impone.
En los consultorios médicos, la gordofobia es real. ¿Cuántas veces una mujer gorda ha sido ignorada, sus síntomas reducidos a “baje de peso y verá que todo mejora”? ¿Cuántas han evitado ir al médico por miedo a la humillación? Hablar de salud en todas las tallas no es “promover la obesidad”, como algunos insisten en decir. Es exigir atención médica basada en evidencia y libre de sesgos. Es reconocer que todas las personas, sin importar su cuerpo, merecen respeto y acceso a la salud.
El feminismo me dio las palabras para entender que la forma en que aprendemos a relacionarnos con nuestros cuerpos no es natural, sino impuesta. La culpa y la vergüenza que cargamos fueron sembradas en cada comentario sobre nuestra apariencia, en cada mirada de juicio, en cada promesa de que seríamos más felices si fuéramos más pequeñas.
Pero el feminismo también me dio herramientas para resistir. Para cuestionar la idea de que mi cuerpo es un problema a solucionar. Para entender que cuidar de mí misma no significa someterme a castigos disfrazados de disciplina, sino construir bienestar desde el respeto, la autocompasión y la autonomía.
Hoy, mi relación con mi cuerpo es otro frente de lucha. Cuidarlo porque lo amo y no porque lo odio es parte de mi resistencia. Comer sin culpa, moverme sin castigo, habitarlo sin pedir disculpas, es también una forma de desafiar las reglas impuestas. Merezco estar bien, no cuando mi cuerpo cambie, no cuando encaje en la norma, sino aquí y ahora.
Este 4 de marzo, en el Día Mundial contra la Gordofobia, te invito a cuestionar lo que nos han enseñado sobre el peso, la salud y el valor de las personas. Pregúntate: ¿cuántas veces has juzgado un cuerpo sin conocer su historia? ¿Cuántas veces te has negado a disfrutar algo por miedo a ocupar demasiado espacio? ¿Cuántas veces has sentido que tu cuerpo es un obstáculo y no un hogar?
Cuidar de mi cuerpo en sus propios términos, construir bienestar sin importar mi peso y rechazar la idea de que mi valor está ligado a mi talla es también una declaración feminista. Es reafirmar que todas las mujeres, en todos los cuerpos, merecemos vivir en paz con nosotras mismas.