Si fuiste socializada como mujer o de alguna manera te identificas con el género femenino, y has expresado tus límites o “decepcionado” las expectativas de otras personas sobre ti, seguramente te han llamado egoísta por defenderte como propia.
De manera general, las personas educadas o relegadas al currículo de la feminidad hegemónica, recibimos la enfática imposición del sacrificio, el servicio, la culpa y la vergüenza como supuestos valores “naturales” que han de regir toda nuestra existencia. Dicho de otro modo, a las personas feminizadas se nos condiciona bajo la infame creencia de que tenemos un único destino: el deber pasivo y sumiso de cuidar, satisfacer y complacer las necesidades, intereses y deseos de todo el mundo, menos de nosotras mismas. Y así, con la obediencia y la explotación como banderas, se han ido petrificando en nuestra cultura los imaginarios de “buena mujer” y de persona femenina o afeminada, a la par con la bochornosa justificación masiva que se hace de la vista larga y repite ese desgarrador “se lo buscó” cada vez que somos violentadas.
La Real Academia Española define el concepto “egoísmo” como el “inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás”. Inclusive, define “amor propio” como el “amor que alguien se profesa a sí mismo, y especialmente a su prestigio”, como si se tratase de un capricho o algo que hay que merecer por la consecución de que otras personas aprueben el mérito. Dicha institución –colonizadora, patriarcal y represiva por excelencia– no reconoce que el amor propio es el punto de partida para la autonomía y la dignidad, por lo que no puede ser “inmoderado y excesivo”; ni que en este mundo, para hacer del amor propio una realidad concreta, no nos queda de otra que ser egoístas, especialmente las personas a las que se nos niega ser sujetos por percibirnos como objetos. Toca insistir en que el lenguaje no es inocente, construye y omite realidades, y manipula la toma de decisiones estableciendo relaciones desiguales de poder desde los imaginarios. Por ello, es importante diferenciar los egoísmos y aproximarnos a la frágil injuria con intención de equidad, placer y justicia social.
El egoísmo insano o inmaduro se corresponde con la percepción más generalizada del concepto. Este busca la satisfacción y recompensa instantánea, se basa en la incompetente competencia del “yo gano, tú pierdes”; es indiferente a las consecuencias, carece de autocontrol y empatía, y no hay posibilidad de un beneficio mutuo en las relaciones interpersonales, pues todo es recibir sin intención de accionar en balance con el dar. Aquí están, por ejemplo, las personas que usan y manipulan a otras para su propia complacencia y provecho, y donde la ignorancia nos coloca como feministas por defender y ejercer los derechos humanos.
El egoísmo altruista o sacrificial, por el contrario, va enmascarado de generosidad y se presenta como mártir: evade los conflictos, es complaciente, incondicional, minimiza o cancela las propias necesidades, emociones y deseos, y busca sentirse indispensable ante otras personas y situaciones; impone su visión al asumir que le toca definir y resolver los problemas de otras personas. Acá están quienes, a pesar del detrimento de su propia salud, disfrute y bienestar, son incapaces de decir “no” o, cuando lo hacen, les consumen los sentimientos de culpa; también quienes se resignan con gozo ante cualquier mandato o atropello, pues el sacrificio se presenta como virtud. Hay un autosabotaje de la propia vida, y tampoco permite el equilibrio en las relaciones o vínculos.
El egoísmo sano o maduro, por su parte, nos permite adentrarnos de manera consciente en un proceso de reflexión constante sobre las propias actitudes y comportamientos, sin pretender el atropello de otras personas ni el autoboicot para alcanzar lo que se quiere. Se basa en el respeto y el apoyo mutuo, y tiene como principio la solidaridad. Nos requiere humildad, responsabilidad, iniciativa, intencionalidad, transparencia, negociación, autocontrol y manejo de la frustración. Asimismo, muchísimo coraje y coherencia.
Entonces, egoístas ¡Por supuesto que sí! Pero, ¿adaptándonos a una “normalidad” que solo buscan oprimirnos y usarnos a conveniencia? Son muchas las trampas y es fácil llegarse a creer –a través del mercado y el consumismo, las fantasías de éxito y la falta de consentimiento, la romantización de la explotación y la resiliencia– que estamos cambiando algo cuando, en efecto, se está recurriendo al autoengaño porque duele menos y es más fácil acomodarse a las condiciones existentes.
El sano egoísmo es urgente, tenemos derecho a permitirnos la satisfacción y el placer desde lo que genuinamente queremos y con autonomía; el poder de rechazar y transformar las imposiciones y expectativas externas como deberes nos pertenece, como también le perteneció a nuestras ancestras. El reto es colectivo, pero la responsabilidad y el compromiso en tomar las riendas de la propia vida es personal. ¿Te lo permitirás?