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A propósito de las madres 

Xiomara Torres Rivera Columna sobre maternidades

A veces, me da por pensar qué habría sido de mis abuelas si mi mamá, mi papá, mis tíos y tías no hubieran llegado a sus vidas. Si hubieran podido decidir cuántos y cómo parir o si, en efecto, no hubieran parido a ninguno. Si no se hubieran casado. 

Mi abuela paterna, Lydia, quien murió antes de que yo naciera, tuvo diez hijos y de las memorias que a veces mi papá comparte, fue una mujer que sobrevivió al maltrato. Dicen que me parezco a ella, lástima que no pude conocerla. 

Mi abuela materna, Julia, con la que sí tuve una relación de crianza, tuvo cinco. Siempre se levantaba muy temprano y preparaba los calderos de comida que le costaban, a veces, pasar el día entero en la cocina. Me llevaba almuerzo a la escuela porque el comedor no era mi lugar favorito. Tejía y sabía de costura lo suficiente para arreglarle el ruedo a cualquier falda o rellenar alguna mala costura de una blusa. Hablo de mi abuela en pasado porque tiene Alzheimer y ese es un viaje del que no se regresa. Mi abuela, hace años, que no está conmigo. Por eso, fantaseo con su vida. Me gusta imaginar que hubiera escogido otras cosas, que se habría planteado otros escenarios. Comparto con Rima Brusi ese pensar que expresa sobre su abuela en Fantasmas: 

“De adulta descubrí y aún descubro que para la familia y para otros, mi abuelo era considerado ‘intelectual’ y mi abuela simplemente ama de casa. Se equivocan. Y esto lo supe siempre o al menos casi desde que recuerdo. […] Hace mucho que llegué a la conclusión de que mi abuela era, en el fondo, la más ‘intelectual’ de todos nosotros y que si hubiese nacido en otro tiempo o circunstancia, hubiera terminado por sacar un doctorado o alguna otra cosa”.

Como a mis abuelas, hay muchas otras a las que también imagino. Mujeres que han redirigido sus energías a nuestros padres, a nuestros abuelos y abuelas, a criarnos, a alimentarnos, a sanarnos, a cuidarnos, a estar sin condición. Se han olvidado de sus carreras profesionales, o las han puesto en segundo plano, han decidido o les han impuesto la casa como el espacio de trabajo, explotador y malagradecido del que todas las hijas y también los hijos nos hemos beneficiado. La madre como esa figura sacrosanta, única, sacrificada, mágica que todo lo puede y todo lo sufre: irreal, que renuncia a la queja. 

En estos años, he podido relacionarme con la figura materna desde diferentes frentes. Ha sido muy revelador enterarme de que tanto mi abuela como mi madre, en efecto, son humanas. Entender que no son sujetas mágicas que todo lo pueden ha servido para liberar el imaginario patriarcal ya tan pesado que cargaron en sus hombros. El mismo que todavía pesa sobre muchas que a duras penas tratan de alcanzarlo. Sobre este particular mencionaba Vanessa Vilches Norat que: 

“Hay tantas madres como sujetos con hijos existen. Y en cada una de nosotras conviven diariamente la madre mezquina, angustiada, regañona, controladora, manipuladora (hay quienes hasta tienen un manual según cuenta una amiga) con la madre amable, cariñosa, generosa y adorable. Sólo al entender la complejidad de la figura materna es que se hace humana una de las más pesadas y gozosas encomiendas de la cultura: desear, cuidar y educar a los hijos”.

Es, precisamente, en esa humanidad que podemos replantearnos las maternidades. En este Día de las Madres, además de pensar en los sacrificios de mis abuelas y mi madre, pienso en el de todas las que pasan solas esta experiencia, las que no tienen apoyo, las que sufren la pérdida en todos sus matices: las que pierden en abortos espontáneos, las que pierden después de parir, las que pierden por alguna enfermedad, las que pierden a sus hijas a manos de sus agresores, las que pierden a sus hijos a manos de la violencia en las calles, las que pierden la libertad de ver a sus hijos porque la cárcel es la única solución que propone el Estado para que rindan cuentas, las que siempre han querido y nunca han podido, las que nunca quieren serlo, las que se arrepienten, las que se hartan y se esconden en el baño para llorar porque no pueden más, las que huyen, las que cuentan los pesos y no les dan, las que entienden que esto no es para todas. 

Hoy reconozco todas las maternidades posibles que habitan este mundo nuestro. No las celebro. El verbo celebrar implica una exclusión en la que no entrarían las maternidades conflictivas de las que tanto necesitamos conversar. Celebro la posibilidad. Apuesto por un mundo que nos lleve a repensarnos y a crear espacios en los que maternar sea un ejercicio libre y deseado. 

Apuesto por que podamos todas reconocer la humanidad que hay en nosotras y a normalizar la idea de que la vida individual no termina en la maternidad. Y por la apuesta me permito recuperar aquel proyecto de ley que propuso Vanessa Vilches Norat, hace 15 años, De madre a mamisonga: esbozo de un proyecto, en el que propone cambiar el Día de las Madres por el Día de la Mamisonga, y afirma que “la mamisonga no es la madre nutricia, ella sabe que su cuerpo es el cruce de muchos deseos. Por veinticuatro horas consecutivas celebraremos todos juntos la posibilidad de desear algo más que la procreación y el deber al cuido de la progenie”. Ya toca.  

Lee también de la autora: Cuando una mujer habla, solo toca acompañarla

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