“Si están en poliamor es porque las obligaron”, me dijeron en sesión. Ese atajo narrativo nos evita mirar de frente el poder, el control y los silencios que sostienen la violencia. Es más fácil culpar a la diversidad que cuestionar la mononormatividad que normaliza relaciones sin consentimiento claro.
En Puerto Rico, hablar de violencias de género es urgente. Los datos del Observatorio de Equidad de Género y la cobertura local nos recuerdan que seguimos perdiendo vidas y que los intentos de feminicidio continúan al alza. No son cifras abstractas: son historias, orfandad y duelos que atraviesan comunidades enteras.
¿Pero si en las relaciones monógamas se presentan estas alzas en violencia de género, es correcto asumir que las relaciones no monógamas también son violentas? La violencia no “pertenece” a una forma de relación. No es inherente a la monogamia ni al poliamor. Es un problema multifactorial que incluye la desigualdad de género, el abuso de poder y las normas sociales y culturales que la justifican, como el machismo y los estereotipos de género, así como los silencios culturales y las fallas de protección estatal. Desde una sexología feminista, defendamos la diversidad relacional sin ingenuidad y nombremos las violencias sin estigmatizar a quienes eligen amar o vincularse de maneras no monógamas y diversas.
¿Qué es la diversidad relacional?
La diversidad relacional es el paraguas que nombra las múltiples formas legítimas de vincularnos más allá de un molde único establecido por las normas sociales actuales. Incluye la monogamia y la monogamia serial, las relaciones abiertas, el poliamor, el swinging, la anarquía relacional y otras configuraciones que priorizan la ética del cuidado, la negociación de acuerdos y el consentimiento informado.
Las relaciones no monógamas consensuadas no se tratan de “tener permiso para todo cuando yo quiera”, sino de co-crear vínculos donde las personas involucradas conocen sus expectativas, límites y responsabilidades, y pueden revisarlas en el tiempo, sosteniendo la individualidad y la autonomía de cada persona que participa en la relación. Exactamente lo mismo que buscamos al sostener una relación de pareja monógama, en la que dos personas se comprometen mediante acuerdos que no incluyen a otras personas, priorizando la reciprocidad, la comunicación y el respeto mutuo.
¿Qué es el poliamor?
El poliamor es una forma de no monogamia consensuada en la que se pueden sostener múltiples vínculos afectivo-sexuales con conocimiento y acuerdo de todas las partes. Se basa en honestidad, comunicación, gestión de celos, negociación de acuerdos y cuidado. No es infidelidad (que implica ocultamiento y ruptura de acuerdos), ni una moda para “evitar compromisos”: es una práctica relacional ética, jerárquica o no, cohabitante o no, según lo pactado.
Sin embargo, las no monogamias también pueden reproducir las mismas estructuras patriarcales que se critican en la monogamia tradicional. Las dinámicas de poder, la cosificación, el machismo o la falta de responsabilidad afectiva pueden manifestarse en cualquier tipo de relación si no se cuestionan los privilegios y los mandatos de género que las atraviesan. Cambiar la estructura del vínculo no garantiza, por sí solo, relaciones más justas o equitativas.
¿Hay más violencia en el poliamor? Lo que sí sabemos (y lo que falta por estudiar)
La evidencia comparativa directa entre relaciones monógamas y no monógamas consensuadas (CNM) en torno a la prevalencia de violencia de pareja aún es limitada y emergente. Existen proyectos —incluyendo poblaciones LGBTQ+— que buscan estimar esa prevalencia, explorar factores de riesgo como el estrés minoritario o los celos, y analizar el efecto protector de la comunicación y el apoyo social. En otras palabras, la ciencia está haciendo las preguntas correctas, pero todavía no puede afirmar que el poliamor presente “más” o “menos” violencia que la monogamia.
Lo que sí muestra la literatura más sólida, sin distinguir la estructura del vínculo, es que los patrones de abuso se anclan en dinámicas de poder y control, aislamiento, desigualdad económica, uso de armas, consumo problemático de sustancias y tolerancia social a la violencia. Este marco ecológico de riesgo y protección aplica a todas las configuraciones relacionales.
Sin embargo, aún no contamos con suficientes espacios de protección, educación ni impacto comunitario que provean herramientas y visibilicen las diversidades relacionales, especialmente para quienes las viven en familia o crían hijes dentro de ellas. Surge entonces una pregunta necesaria: ¿a dónde acude una persona que vive violencia en una relación diversa, si teme ser revictimizada por el formato de vínculo que sostiene? ¿Cómo se incluyen estas realidades en los procesos de apoyo, recursos educativos, atención psicológica y acompañamiento, cuando muchos profesionales de la salud no validan o juzgan estos modelos relacionales, obstaculizando así los procesos de ayuda y reparación?
Marco de derechos: consentimiento, autonomía y vidas libres de violencia
La salud sexual, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), es un estado de bienestar físico, emocional, mental y social que requiere la posibilidad de experiencias placenteras y seguras, libres de coerción, discriminación y violencia. Por su parte, la Asociación Mundial para la Salud Sexual (WAS) reafirma el derecho a la autonomía corporal, a relaciones basadas en el consentimiento informado y al acceso a información veraz. Estos no son ideales abstractos, sino estándares internacionales que deberían guiar la política pública, la atención clínica y la educación sexual.
En Puerto Rico, la Ley 54 reconoce la violencia doméstica como delito e incluye el maltrato físico, psicológico y las distintas formas de intimidación contra parejas y exparejas. Nombrarla como delito importó ayer y sigue importando hoy. Sin embargo, cuando confundimos diversidad relacional con violencia, perdemos de vista lo esencial: sin consentimiento no hay ética; con consentimiento, acuerdos y redes de apoyo, sí hay vínculos diversos, responsables y seguros. La violencia no desaparece por cambiar el formato relacional, pero tampoco nace del poliamor o de las no monogamias. Las tácticas de abuso son conocidas —control, celos coercitivos, aislamiento o amenazas—, aunque en los contextos de no monogamia consensuada (CNM) pueden adquirir matices particulares.
Algunas de las formas en que puede manifestarse la violencia en relaciones diversas incluyen:
● Triangulación o aislamiento entre vínculos: cuando una persona utiliza a sus metamores (los vínculos de sus parejas) para vigilar, desacreditar o excluir a alguien del “nido” o espacio compartido.
● “Consentimiento” manipulado: imponer acuerdos, cambiar reglas unilateralmente o presionar para “probar” amor o compersión, de modo que solo una persona se beneficie mientras la otra cede.
● Outing como arma: amenazar con divulgar la identidad o las prácticas CNM en entornos laborales o familiares para ejercer control o castigo.
● Control del tiempo y del cuerpo: imponer jerarquías rígidas o reglas que limiten la sexualidad, la fertilidad o el uso de métodos de protección.
● Manipular acuerdos iniciales: cambiar unilateralmente el formato o las condiciones de la relación, generando culpa o presión emocional.
● Silencio informativo: retener datos sobre otros vínculos, citas o prácticas sexuales para generar inseguridad o control afectivo.
● Imposición de jerarquías no explícitas: privilegiar de manera sistemática a un vínculo “principal” e invisibilizar a otros, afectando la autonomía y el sentido de pertenencia.
● Veto o aislamiento emocional: exigir que una persona rompa vínculos con otras bajo amenaza de abandono o castigo.
● Coerción sexual bajo el disfraz de apertura: presionar a alguien a interactuar sexualmente con otras personas para “demostrar” madurez o compromiso.
● Hipersexualización o cosificación: convertir a las personas secundarias en cuerpos disponibles sin considerar su bienestar, consentimiento o deseo.
● Monitoreo digital o vigilancia encubierta: revisar celulares, redes o mensajes para controlar la conducta afectiva o sexual.
● Gaslighting emocional: minimizar los límites, dudas o malestares de la otra persona, haciéndole sentir que exagera o que “no entiende” cómo funcionan las CNM.
Amar y vincularse distinto también es un derecho
Hablar de diversidad relacional es hablar de derechos humanos. No se trata solo de cuántas personas amamos o cómo estructuramos nuestras relaciones, sino de quiénes tienen acceso real a la seguridad, la dignidad y la libertad de elegir sin miedo. En una sociedad que aún mide el valor del amor desde la exclusividad, juzgar la diversidad es otra forma de violencia estructural: se castiga la diferencia, se silencian las voces y se niegan los accesos.
Desde la sexología feminista, la tarea no es convencer a nadie de practicar la no monogamia, sino desmontar los sistemas que jerarquizan los afectos y condicionan los derechos. Porque cuando un sistema solo protege a quienes encajan en la norma monógama, heterosexual y cisgénero, está perpetuando una desigualdad que también es violencia.
Garantizar vidas libres de violencia implica mucho más que criminalizar al agresor: exige educación sexual integral, formación profesional libre de prejuicios y políticas públicas que reconozcan todas las formas de familia y vínculo.
En Puerto Rico, amar distinto no debería significar perder protección. La justicia social en la sexualidad comienza cuando entendemos que el consentimiento, la autonomía y el respeto son derechos humanos, no privilegios afectivos. Y que cada persona —sin importar cómo ama, con quién vive o cuántas veces se enamora— merece lo mismo: vivir segura, reconocida y sin miedo a ser juzgada por amar diferente.





