Hace unas semanas, estuve internada en un hospital psiquiátrico. Hace unas semanas, estuve internada en un hospital psiquiátrico. Lo repito para que conste el juicio, el estigma, la sorpresa que están brotando de los ojos que leen y que no se asombrarían si la oración fuera que estuve internada porque me explotó el apéndice. El derecho a la salud es una mala palabra en países como Estados Unidos y, por ende, sus colonias, en los que el acceso a servicios médicos dignos es una oportunidad para el lucro del libre mercado. La salud mental, por su parte, tan común y cada día más evidente es una mala palabra de la que todes sabemos, pero nadie habla. Imagínate, y que no tener fuerza de voluntad para estar contenta, en paz y feliz en este mundo.
Durante mis días hospitalizada, pensaba mucho en las palabras de Byung-Chul Han sobre nuestro cansancio. Estamos cansades de un mundo que nos quita todas las garantías y nos condena a la prángana y la muerte. Tampoco se equivoca en que ya no tenemos tiempo para pensar en les otres. El capitalismo ha hecho bien su trabajo creando necesidades individuales que desaparecen de nuestras prioridades lo común.
Mientras escuchaba las historias de otras mujeres en terapia, pude confirmar esta teoría y resonar en mi mente una de mis consignas favoritas: “¡Estamos hartas del sistema, estamos puestas pa’l problema!”. Estamos cansadas y estamos hartas. Cuando llegué, éramos dieciséis mujeres en la unidad y más de la mitad habían sido abusadas sexualmente en algún momento de sus vidas, algunas por sus propios hermanos. Otras estaban esperando que pasara el tiempo para volver a ver a sus hijes, pues el Estado les había obligado a tomar esos días si querían recuperarles. Otras tantas no soportaban más los malos tratos de sus maridos y decidieron internarse antes de atentar contra su propia vida.
Aún ando procesando cada cara, cada nombre, cada experiencia. La salud mental no es un asunto individual y nuestro principal problema está en pensar que sí. Muches profesionales de la salud mental así lo asumen y llevan sus terapias. No conocen el mundo ni el sistema en el que trabajan. Algunes ni siquiera son capaces de reconocer que la mayoría de nuestras ansiedades y depresiones provienen de circunstancias externas que alteran nuestro estado de ánimo y nuestra vida en general. La ansiedad y la depresión son enfermedades que empeoran con el capitalismo. Se multiplican porque este sistema de muerte busca llevarnos al extremo de la incertidumbre mientras nos repite que es nuestra culpa.
El otro problema que tiene la salud mental es que nadie quiere hablar de ella. Nadie quiere normalizarla. Mientras nos tomamos la pastilla para la diabetes o la presión que probablemente heredamos o que nos provocamos por una alimentación desbalanceada, cuestionamos la que funciona para nivelar el desbalance químico que hay en nuestro cerebro. No han sido pocas las veces que he escuchado personas, de las más inteligentes que conozco, reproduciendo argumentos, contando chistes sobre la «locura» que solo invalidan y minimizan las realidades de quienes padecemos enfermedades mentales. Y ojo, no es una oda a las farmacéuticas que bastante mercado tienen para lucrarse lo que pasa es que ese es otro tema.
Durante esa semana, me miré en el espejo de mis limitaciones, unas que había intentado invisibilizar y disimular creyéndome que lo lograba. Ese espejo me recordó que necesito y me merezco mucha ayuda hace tiempo. Nadie debería tener que pasar sola por un proceso de salud, sea mental o no.
Durante esos días, también pensé en la intrínseca relación que existe entre los cuidados y la salud. No se equivoca Esther Vivas en su Mamá desobediente. Una mirada feminista a la maternidad al afirmar que “ser cuidado es un derecho y cuidar es un deber en una sociedad que sitúe en un lugar prioritario la vulnerabilidad de la vida. No solo se trata de reinvidicar la ciudadanía, sino la “cuidadanía”. El problema lo tenemos en una sociedad que menosprecia la fragilidad humana” (118).
Para situar los cuidados como centro de la vida, es necesario desempacar la necesidad de producir como máquinas y, a su vez, reivindicar lo común. Cuando digo común, lo hago refiriéndome a todo lo necesario para sostener la vida. A la humanidad que nos atraviesa, a nuestras necesidades y a esa fragilidad que comenta Vivas. Por siglos, han sido las mujeres quienes asumen estos cuidados reproduciendo la mano de obra trabajadora como bien nos iluminó Silvia Federici. La salud se dignifica en la medida en que los cuidados se asumen en colectivo. La salud mental es un asunto urgente de interés público que requiere solidaridad y, sobre todo, compasión. Si bien, la ansiedad, la depresión y otros trastornos mentales son enfermedades que podrían disminuir en gran parte con garantías sociales y vida digna, también es una realidad que mientras esperamos que eso ocurra, nuestro cuerpos son blancos de dolores y presiones que terminan dañando nuestro funcionamiento físico. El cuidado colectivo salva vidas porque lo hizo con la mía.
A través de esa semana, también pude experimentar y sentir lo reparador y sanador del acompañamiento y la ternura radical. Aún sigo enterándome de todo lo que afuera se hizo mientras yo decidí entrar al hospital y me quedé sin comunicación al exterior. Tenía una comunidad, en la que mi familia, mis amigues y compañeras se confabularon, comunicaron y gestionaron las comodidades de mi estadía y mi recuperación para que no me faltara nada.
Adentro, también me esperaba una corilla de mujeres tremendas que no sé si lo saben o no pero llevan la ternura radical en la piel. Me recordaron a mi amiga Mariel. Empecé a creerme eso que dicen de que las enfermeras “nacen para serlo”. Una vez más reafirmo lo urgente que hace rato se torna ubicar los cuidados en el centro de la vida y reivindicar el derecho a ser simplemente humanos. A Paola, Lissette, Sol, María, Haydee y Giselle vaya a ustedes mi gratitud por la dignidad del cuidado, la dedicatoria de estas letras y la esperanza de que en algún momento se tropiecen con ellas.