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De la pena y la muerte: “Sobre el duelo” de Chimamanda Ngozi Adichie

Nos cuesta mucho relacionarnos con la muerte. Probablemente, tenga que ver con el miedo que nos han enseñado a tenerle. Morir implica pérdida, ausencia permanente, vacío, un silencio atroz que quema porque ya no se escuchará más una voz, una risa, o un te quiero, dolor. Ya bell hooks nos había iluminado sobre esto:

“All the worship of death we see on our television screens, all the death we witness daily, does not prepare us in any way to face dying with awareness, clarity, or peace of mind. When worship of death is rooted in fear it does not enable us to live fully or well” (All about love, 195).

Esa manera en que percibimos la muerte hace que los duelos sean profundos, herméticos y, a veces, autocensurados porque supuestamente hay que dejar ir a esa persona que se fue. Pero, ¿realmente se ha ido? ¿Es solo la condición física lo que determina la presencia de una persona? Esas son parte de las preguntas que Chimamanda Ngozi Adichie intenta contestar en su libro Sobre el duelo. Estas memorias se centran en la muerte de su padre durante la actual pandemia del COVID-19, circunstancia que también ha reformulado nuestras relaciones en general.

La autora comienza narrando sus experiencias familiares a la luz de las reuniones que tienen por Zoom. Alude a la presencia de su padre en estas conversaciones y a lo repentino de su muerte. Está sorprendida. No puede creerlo. De ese modo, la narración se convierte en un análisis tremendo sobre el dolor y la pena que implican esos primeros meses de duelo y el poco o ningún consuelo que, en ocasiones, puede provocar el lamento de otros y otras.

La escritora comenta: “La pena es un tipo de enseñanza cruel. Aprendes lo poco amable que puede ser el duelo, lo lleno de rabia que puede estar. Aprendes lo insustancial que puede resultarte el pésame. Aprendes lo mucho que tiene que ver la pena con el lenguaje, con la incapacidad del lenguaje y con la necesidad del lenguaje” (3).

La pena como escuela para la pérdida. Lo terrible que puede llegar a ser que alguien diga lo siento tanto y tú sepas que no lo siente como tú. La falta de palabras cuando no hay consuelo posible ante una realidad. La certeza de nuestra humanidad. Chimamanda nos lleva por esas experiencias con las que podemos identificar momentos en los que la pérdida es un golpe intenso que arropa el pecho y no nos deja respirar bien.

También, habla sobre la sintomatología física del dolor como un “amargor insoportable en la lengua, como si hubiera comido algo que aborrezco y no me hubiera cepillado los dientes; un peso horrible, enorme, en el pecho” (3). Probablemente de estas líneas también brotan las experiencias de quienes hemos sentido ese quemazón en el pecho, esa sequedad en la boca que quema, la certeza de la realidad sobre la muerte de alguien a quien amas mucho.

Más adelante, Chimamanda va reformulando su análisis que comienza a darse desde los recuerdos que la inundan cada vez que hace cualquier cosa. También, podemos sentirlo. Esa manera tan peculiar en que los recuerdos aparecen cuando estás fregando un vaso o en la luz de alguna avenida que te recuerdan a ese ser que ya no está. Te ríes, botas una que otra lágrima, aparece el coraje, la furia y muchas preguntas. Sobre esto, comenta que “la risa se transforma en lágrimas y se transforma en tristeza y se transforma en rabia. No estoy preparada para esta rabia furiosa, desdichada. Ante el infierno del dolor, me descubro inexperta e inmadura […] Espero que sea cuestión de tiempo; que sencillamente sea demasiado pronto, que sea terriblemente reciente para esperar que los recuerdos sirvan solo de bálsamo” (4, 11).

 No hay tregua con la muerte, al menos no por ahora.

Asimismo, la autora regresa a la pena mientras avanza en su duelo, aunque no lo nombra como tal. La pena, según ella, pesa más por las mañanas, “después de dormir, un corazón plomizo, una realidad terca que se niega a moverse” (13). Y estoy de acuerdo. Las mañanas son mi momento favorito del día porque puedo estar conmigo (y también con el café) y es precisamente el espacio de tiempo en que las realidades materiales aparecen, resuenan, vuelven. La muerte es una de ellas. El vacío que deja también.

Sin embargo, mientras la escritora va dando cuenta de su proceso, el amor aparece como parte de ese duelo. Es la pena precisamente una manifestación de él. Así lo expresa, pues “la pena era una celebración del amor, quienes sentían auténtica pena habían tenido la suerte de amar” (28). Es la pena esa certeza de todo el amor que se quedó sin dar. Mi psicóloga también lo afirma: “Te duele, porque amas”.

Los duelos nos atraviesan de formas muy diversas. La incomodidad de la pena y lo doloroso de la pérdida es una realidad que viene con nuestra humanidad. Reconocerla es hacer las paces con un proceso natural del que nadie tiene salida.

En este libro, Chimamanda nos recuerda también la importancia del abrazo a ese dolor. De aceptar nuestra vulnerabilidad y sensibilidad ante lo que nos atraviesa y duele. De la inmensa tristeza que trae la pérdida y de los distintos procesos que comprenden al duelo. De la importancia de la memoria y el empeño con recordar. Los olores, la risa, las muecas, las palabras y hasta los enojos. Dicen que recordar es vivir, yo digo que también es honrar. Nuestros muertos siempre vivirán mientras haya afán en recordarles.

Regreso a bell hooks, “our collective fear of death is a dis-ease of the heart. Love is the only cure” (198). Ella, quien siempre apostaba al amor como una voluntad y acción nos invita a reformular también nuestra noción sobre la muerte porque “love is the only force that allows us to hold one another close beyond the grave” (202). Es el amor lo que nos mantiene conectados con quienes ya no están y es a través de nuestro empeño en mantenerlos presentes que continuarán vivos en nuestra realidad. El duelo es un camino del que no podremos escaparnos. Nos toparemos con él tarde o temprano. El duelo es diverso y complejo. Toca abrazarnos a la realidad, hablar más sobre la pérdida y entender que el dolor también es una manifestación de lo mucho que amamos. Que nos abracen los duelos y que el recuerdo a nuestros muertos siempre nos mantenga conscientes sobre nuestra frágil humanidad.

Lee también de la autora: Del capital y el envejecimiento: “Sobre la vejez” de Beatriz Llenín Figueroa

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