Desde pequeña escuché una frase que sonaba a promesa y consuelo: “para criar hace falta una tribu”. Crecí creyendo que esa tribu existía, que cuando una mujer decidiera maternar —o incluso no maternar— la comunidad estaría ahí presente para sostenerla. Pero la realidad es que esa promesa empieza a romperse justo en el momento en el que decides continuar un embarazo o interrumpirlo.
El sistema celebra el embarazo, pero abandona a quienes maternan y criminaliza, juzga o manipula a quienes deciden no hacerlo. Lo que llega en lugar de esa tribu imaginada es un conjunto de pruebas silenciosas que caen sobre los hombros de mujeres y personas gestantes una y otra vez: estructuras laborales rígidas; familiares que opinan sobre tu cuerpo, tu gestación, tu crianza, pero desaparecen cuando toca acompañar; profesionales que narran tu maternidad o tu gestación desde estereotipos, que tratan tu proceso como “uno más” que hay que acelerar para seguir con el próximo; violencia obstétrica que se normaliza; y una sociedad que exige gestantes sin haber construido jamás políticas reales de apoyo. Y en ese trayecto entre la ilusión de la tribu y la realidad que la contradice surge la pregunta que muchas llevamos apretada entre los dientes: ¿dónde está mi tribu cuando realmente la necesito?
Puerto Rico cuenta con leyes que aparentan proteger a las madres trabajadoras —ocho semanas de licencia y cuatro adicionales desde 2022—, pero no abordan lo que verdaderamente sostiene o derrumba a una madre en su reintegración: la salud mental posparto, la flexibilidad, los entornos laborales humanizados ni la penalización profesional que tantas enfrentan. Estudios recientes muestran la misma tendencia alrededor del mundo: mujeres que experimentan discriminación normativa, cargas mentales excesivas y la conocida maternal wall, una muralla invisible que limita el desarrollo profesional por el solo hecho de maternar. Las investigaciones muestran cómo los estereotipos patriarcales, la ideología de la “madre intensiva” y las expectativas irreales sobre el rol femenino producen penalidades sistemáticas incluso cuando las políticas parecen progresistas.
La realidad es que la maternidad no es solo un evento biológico; es una estructura política. Regresas al trabajo con un cuerpo que aún no sana, con un sueño fracturado, con una mente tratando de reacomodarse después de uno de los procesos biopsicosociales más intensos del ciclo vital… y te piden que actúes como si nada hubiese pasado. Como si parir fuera un trámite y lactar “un detalle” o un simple inconveniente para la jornada laboral. Como si maternar no fuera ya una jornada completa. Como si maternar no transformara cada fibra del cuerpo y de la vida.
¿Y qué pasa con las que deciden no maternar?
Quienes deciden no maternar tampoco encuentran tribu. En Puerto Rico proliferan pseudoclínicas que aparentan ofrecer apoyo, pero manipulan emocionalmente, retrasan procesos, interfieren con el derecho a interrumpir un embarazo y hacen sentir culpables a mujeres que han decidido no gestar. Regalan dos pañales y un panfleto, pero jamás hablan del abandono estructural que enfrentarán si continúan un embarazo que no desean. Tampoco hablan de cómo el Estado no garantiza políticas de paternidad responsables, ni redes de cuido accesibles ni protección real para familias diversas. Te dirán “estamos aquí para ti” hasta que decides tenerlo; de ahí en adelante, “resolver” es tu problema. El mensaje es claro: si decides interrumpir, estás sola; si decides maternar, también. La tribu no la creó el sistema: la inventamos para sobrevivir.
Y todo esto ocurre en un país donde el salario mínimo no alcanza para sostener un hogar, obligando a muchas personas a tener múltiples trabajos, jornadas extendidas y vidas atravesadas por la precariedad. ¿Cómo hablar de tribu cuando la sobrevivencia básica ya es un acto político? En Puerto Rico, alrededor del 79% de los hogares con hijos —según encuestas del Instituto del Desarrollo de la Juventud—, son monoparentales, liderados en su mayoría por madres. Estas familias enfrentan desafíos como la pobreza, con decenas de miles de hogares con niños/niñas viviendo en condiciones económicas precarias, aun cuando en los últimos años se haya visto cierto aumento en la estabilidad de algunas familias trabajadoras. Esas cifras no son solo números: son cuerpos cansados, agendas imposibles y maternidades vividas desde la urgencia.
Tampoco podemos ignorar una verdad incómoda: las mujeres también hemos aprendido a replicar estas violencias. Nos criaron para aguantar, para no molestar, para “ser fuertes”, para trabajar como si no tuviéramos hijxs y maternar como si no tuviéramos trabajo. Las investigaciones muestran exactamente esto: cómo muchas mujeres normalizan comentarios dañinos, cargas innecesarias y expectativas imposibles sin reconocerlas como discriminación, porque el sistema nos enseñó que “así es”. En los espacios laborales escuchamos frases como “yo pude, tú también” o “no es para tanto”, sin darnos cuenta de que eso también es violencia. Es el reflejo de un sistema que nos formó para competir en desventaja… y luego exige que no nos quejemos.
“Maternar no debería doler tanto”
Por eso, desde la sexología comunitaria, afirmo que maternar no debería doler tanto. No debería sentirse como una hazaña solitaria. No debería vivirse desde la culpa ni desde la sobrecarga. Necesitamos una tribu real, no una promesa hueca ni un eslogan vacío. Una tribu que entienda que el cuidado es trabajo; que el posparto no se resuelve en ocho semanas; que la ansiedad, la culpa y la redistribución del deseo necesitan soporte. Una tribu que no desaparezca cuando pedimos ayuda. Porque una tribu verdadera no exige que vuelvas a ser “la de antes”. Y no deberías. La maternidad transforma, y esa transformación merece acompañamiento, no castigo.
Esta columna no es un desahogo: es un llamado. Un llamado con coraje en el pecho. El mismo coraje que nos atraviesa a muchas personas y cuerpos gestantes cuando vemos que la maternidad, la gestación y la decisión de no maternar o no gestar siguen siendo actos profundamente políticos en Puerto Rico. Lo vemos claramente en propuestas como el Proyecto del Senado 504, donde se intenta legislar sobre nuestros cuerpos, nuestras decisiones y nuestras vidas sin consultarnos, sin escucharnos, sin reconocer la complejidad de nuestras realidades. Es un recordatorio de que el control sobre la reproducción sigue siendo una herramienta de poder, y que nuestras decisiones —gestar o no gestar—, siguen siendo vigiladas, cuestionadas y limitadas.
Es también un llamado a nombrar las fallas del sistema laboral, de las políticas públicas, de las instituciones educativas y de las familias que perpetúan violencia. A mirar de frente cómo replicamos esas violencias en otras mujeres, a veces sin darnos cuenta. A exigir políticas reales que sostengan a quienes maternan y también a quienes deciden no hacerlo. Y, sobre todo, es una invitación a preguntarnos —sin miedo y sin culpa—: ¿dónde está la tribu que nos prometieron? ¿Y cómo construimos una que sea justa, feminista, humana y verdaderamente colectiva?






