A mi Álvaro y a todos mis hijos universitarios
“Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes” (Gabriela Mistral, “Oración de la Maestra”)
Tuve un solo hijo por elección y emergencia. Sí, me explico. Siempre supe que quería tener un solo hijo, y que quería un varón. Pienso que las mujeres sufrimos demasiado en la vida, y los hombres sufren, pero sufren menos. Así que cuando hablaba de tener un hijo, me refería al “niño” sin pensar en la posibilidad de que fuera una niña. El asunto es que tuve un varón que sabía que, al igual que yo, sería hijo único. Esa fue mi elección.
Ahora bien, mi parto fue histórico en mi familia… parí “vieja” a los 35 años, y después de parir como las indias –sin inyección epidural– me desangré. En medio de la emergencia, el doctor me sacó la matriz, me hizo la mujer más feliz del mundo porque no tengo la regla hace 15 años y, sobre todo, me salvó la vida. Y puedo decir que Álvaro ha sido tan intenso como si tuviera seis hijos.
Sin embargo, la vida me llevó a tener más hijos. Es lo que he llamado maternidad extendida. Mi vocación por el magisterio me ha llevado a tener muuuuuuuuuuuuchos hijos a los quiero entrañablemente. Las maestras siempre somos un poco mamás; no tanto las profesoras universitarias, pues conciben los jóvenes como que “ya son grandes”. Mis estudiantes son los Pollos, así les digo cariñosamente en obvia alusión a la metáfora de la gallina y sus pollitos. Confieso que jamás podría trabajar con niños pequeños, no tengo esa paciencia que tienen esas santas maestras de escuela.
Cuando empecé a trabajar en la universidad hace 20 años, no podía tener hijos mayores como los estudiantes que tenía en ese momento; así que me trataban con mucho cariño y respeto, pero no como a una mamá. Los años pasaron y, mientras caminaba rumbo a la biblioteca, un día alguien gritó desde el cuarto piso: “¡Judy, bendición!”. Fue ahí que me di cuenta que esos muchachos ya podían ser mis hijos, que yo había parido tarde y tenía un hijo pequeño, pero que mis estudiantes podían ser hijos míos. Entonces, escuchaba “Bendición” en los pasillos, la biblioteca, al salir del salón, etc.
Poco a poco me fui convirtiendo en la mamá del que estaba lejos de su casa y se hospedaba, del que la novia lo dejó, del que quería cambiarse de concentración, del presidente del Consejo de Estudiantes, del que tenía el papá preso, del más alegre o más deprimido del salón. Casi sin darme cuenta los adopté, aunque reconozco que algunos ellos, me adoptaron a mí.
En estos años, he dado miles de consejos (solicitados o no, como toda una mamá), les he llevado almuerzo, he pagado gasolina, he peleado con los policías durante las huelgas porque quiero ver si mis hijos están bien detrás de la verja, he secado lágrimas y he llorado porque han perdido a su mamá, he discutido porque alguno se quiere ir a trabajar y he insistido para que termine su bachillerato, he apoyado a alguien que se quiere dar de baja… Confieso que los he regañado bastante, con la misma intensidad con la que regaño a mi hijo. El regaño y el amor son dos requisitos fundamentales para ser mi hijo universitario.
Mi maternidad extendida me ha hecho entender que madre y maestra somos una, que es muy difícil para mí desvincular una de la otra. Esto me ha llevado a tener confrontaciones con mi hijo durante la pandemia. Estar compartiendo el mismo espacio durante un año todos los días con él no ha sido fácil. Yo no quisiera ser hijo mío. Es difícil ser hijo de una madre maestra o maestra madre. Ha sido difícil para mí entender que Álvaro es mi hijo, pero NO es mi estudiante. He tenido que buscar un espacio físico distinto al de él para que pueda estudiar en paz y no invadirlo, y yo concentrarme en mi trabajo. He tenido que aprender a escuchar lo que me quiera contar, he tenido que trazar una raya con sus maestros (a los que escucho mientras hago almuerzo) y morderme la lengua porque NO es mi estudiante, es mi hijo.
A mi hijo Álvaro, le doy las gracias porque me conoce mejor que nadie y sabe perfectamente cuáles son las limitaciones humanas de su mamá, le agradezco cada vez que ha tenido que ir conmigo a la universidad y ha escuchado pacientemente mis clases. Le agradezco sobrevivir conmigo esta pandemia desde el encierro y entender que Mamá y maestra somos una. También, le agradezco que me comparta con mis hijos universitarios, a quienes les doy las gracias por tanto amor y por escogerme.