El problema mayor de la Oficina de la Procuradora de las Mujeres (OPM) no se llama Thomas Rivera Schatz. Tampoco Joanne Rodríguez Veve. De hecho, una de las razones por las cuales las mujeres impulsaron la OPM, a finales de los años 90 y principios de los años 2000, fue contar con mayores herramientas para contrarrestar precisamente la fuerza de políticos fundamentalistas y deshonestos que siempre han puesto trabas a las políticas públicas con perspectiva de género y de justicia para las mujeres. En otras palabras, si la estructura de la OPM funcionara bien, no sería secuestrada por los políticos de turno. Pero la estructura de la OPM no funciona, o al menos, no opera a su máximo nivel desde la renuncia de la primera procuradora, la gran María Dolores Fernós. Eso fue hace casi 18 años.
La OPM buscaba ser un ente independiente y fiscalizador, tanto del sector público como del sector privado. Para lograr esa independencia, la Ley 20 de 2001 creó una oficina para que una persona con trayectoria reconocida en la lucha por la equidad ocupara el cargo de Procuradora por 10 años. La ley también creó un consejo asesor compuesto por personas externas al gobierno y estipula que la persona gobernadora debía tomar en cuenta la opinión de grupos de mujeres a la hora de nominar a una procuradora. La OPM nació por el trabajo y activismo de las mujeres y porque existía el clima político idóneo para su creación. Ese clima político hace tiempo que cambió y, aún así, la OPM no ha tenido transformaciones estructurales en más de 20 años. Es importante preguntarse por qué y a quiénes ha convenido esto.
La historia nos ha demostrado que la OPM, para funcionar bien, depende de la persona que la lidera, y el nombramiento de quien la lidera depende de políticos que no se deben a nosotras, sino a inversionistas políticos o a grupos fundamentalistas. No es cualquier cosa que Wanda Vázquez, quien ocupó el cargo por seis largos años y persiguió a organizaciones feministas, está acusada en el foro federal por corrupción.
Durante estos años, los grupos feministas no se han cruzado de brazos. No solo han fiscalizado a la OPM, sino que organizaciones como el Movimiento Amplio de Mujeres, promovieron que la OPM fuera transformada en una defensoría con mayor participación comunitaria y más garantías democráticas. No lo lograron.
Lo que sí han logrado es crear un sinnúmero de estrategias colectivas y comunitarias, independientes al Estado, para hacer lo que la OPM no hace. Nuestra voz en la opinión pública se ha fortalecido y diversificado. Iniciativas como Seguimiento de Casos monitoreó las estadísticas de violencia doméstica y ahora existe un Observatorio de Equidad de Género. Grupos que antes dependían de la administración de fondos por la OPM diversificaron sus fuentes de ingresos e inventaron nuevas y mejores maneras de financiar el trabajo que hace falta para la equidad.
El último nombramiento que contó con apoyo de mujeres y colectivos feministas fue el de la compañera Vilmarie Rivera Sierra. Sin embargo, en aquella ocasión también fue evidente cómo la Ley 20 que creó la OPM se queda corta. Una vez más, múltiples grupos de mujeres confiaron en los procesos con la esperanza de que esa vez sería diferente y que la nominada tendría una verdadera oportunidad de ser escuchada y evaluada. Una vez más, esos mismos grupos se quedaron solos cabildeando el nombramiento que se suponía contara con el apoyo del gobernador Pedro Pierluisis y sus aliados en las cámaras legislativas. Una vez más, la persona nominada quedó atrapada en las aguas turbias de la politiquería, a pesar de hacer concesiones ideológicas.
En estos días, la gobernadora Jenniffer González nominó a la licenciada Astrid Piñeiro para la OPM, sin contar con la mínima participación ciudadana requerida por su ley habilitadora. Nuevamente, el gobierno de turno hace caso omiso a sus deberes y obligaciones democráticas en claro detrimento de los derechos y necesidades de las mujeres de nuestro país. Esto no aguanta más.
Han pasado más de 20 años desde la creación de la OPM. En cualquier parte del mundo, 20 años es una cantidad de tiempo más que suficiente para evaluar si una herramienta funciona para lo que se creó. Si no funciona, no hay que tener miedo a transformarla, e incluso apoyar su eliminación. Siempre podremos crear otra cosa, si eso es lo que queremos. La responsabilidad del Estado de respetar nuestros derechos humanos no comienza ni termina con sus agencias ni aparatos. Una verdadera agenda de equidad debe ser amplia, inclusiva e independiente del Estado. Es hora de romper este ciclo de violencia institucional.