(Ilustración por Angélica M. Caldero / @lapuertavioleta.pr)
“¡Vaya mami!”
“Tan bonita y tan sola”.
“¡Estás bien buena!”
“Te haría de todo”.
“¿Te acompaño o te persigo?”
Contrario a lo que muchas personas pueden pensar, estas frases no son piropos, halagos o cumplidos y muchísimo menos una manera de ligar o coquetear. Estas frases son solo algunas de miles que ejemplifican lo que constituye el acoso callejero.
El acoso callejero ocurre cuando se hacen comentarios irrespetuosos o vulgares a una persona desconocida en espacios públicos con el fin de llamar la atención de la víctima, cosificándola para que esta se vea forzada a interactuar con el acosador. Algunas de las maneras en las que se manifiesta el acoso callejero son silbidos, frases, miradas, gritos, gestos, acercamientos, y acciones tan graves como la masturbación en público y las persecuciones.
Lamentablemente, esta es la forma más normalizada de violencia machista y de acoso sexual que existe. De hecho, es tan común que para muchas mujeres, adolescentes y niñas no es más que uno de los otros eventos que ocurren en su día a día. Para otras personas, es una parte natural innegable que constituye a los hombres y por ende, nada por lo que alarmarse ni quejarse. Error. El acoso siempre está mal y siempre es motivo de alarma ya que puede traer graves consecuencias.
Esta forma de agresión genera sensación de vulnerabilidad, impotencia, rabia y no solo tiene consecuencias a nivel físico, sino también a nivel mental, ya que afecta directamente los pensamientos, acciones y deseos de la persona agredida. Todo este conjunto de consecuencias es, a lo largo del tiempo, capaz de afectar la salud mental de la persona, generando traumas en la relación con el propio cuerpo.
El acoso callejero es un problema grande. Tiene raíces profundas y un padre muy permisivo, irresponsable, e indiferente que mira hacia otro lado cada vez que se le acusa: el patriarcado. Si lo analizamos bien, nos daremos cuenta de que parte de la idea de que los espacios públicos son espacios masculinos. Espacios en los que las mujeres no son bienvenidas a menos que acaten las “normas” que normalmente se reducen a vestirse de manera conservadora, aunque se derritan de calor. De esta manera, ejerce control masculino sobre el cuerpo de la mujer, diciéndole qué puede ponerse y qué no para evitar ser acosada, como si nuestra dignidad humana y nuestro respeto tratase de un asunto condicional, asociado a cuán corta está nuestra falda o cuán profundo nuestro escote. Como resultado, actúa como mecanismo para crear una sociedad que tolera y normaliza el abuso sexual como algo que merecemos o se justifica.
Por lo tanto, es una maniobra de poder que tiene como fin intimidar, limitar, dominar y controlar la movilidad de las mujeres en el espacio público (sí, aún más de lo que ya está controlada). Es la manera en que muchos hombres afirman su masculinidad frente a otros hombres y demuestran que dominan el espacio en que se encuentran, eso sí, a menos de que haya un hombre que acompañe a la mujer, porque ahí sí que no acosan, por respeto… al hombre, claro está. A quien quiera cuestionar esto, visualícelo desde este punto de vista: tanto lo buscan dominar que las mujeres debemos día a día recurrir a ciertas acciones para sobre llevar esto y salvaguardar nuestra seguridad: tomar rutas alternas al caminar hacia nuestro destino, cargar con pepper spray, agarrar las llaves, cargar con una cuchilla e incluso hasta con un taser. Todo por el miedo de que si no lo hacemos, seremos violadas, secuestradas, maltratadas y agredidas por los hombres.
El acoso callejero no es “normal”, es un asunto importante que afecta a más de la mitad de la población mundial. Las mujeres merecemos caminar sin miedo, con confianza y tranquilas; nuestras adolescentes y niñas merecen sentirse seguras. Es hora de que dejemos de minimizarlo, subestimarlo y taparlo con eufemismos…porque el acoso callejero no son piropos, es violencia, violencia machista. Y la violencia mata.