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No me protege la Policía, me protegen mis amigas

(Foto de archivo de Claudia Carbonell)

“La Police nous protège. Qui nous protège de la Police”, lee un letrero en una parada de guagua en Barcelona. “No me cuida la Policía, me cuidan mis amigas”, grita una pancarta en manos de una chica en Puerto Rico. “I can’t breath”, dice otra, en manos de un chico negro, en una de las numerosas manifestaciones en las que se exige justicia para George Floyd. “Basta de gatillo fácil”, sostiene otra chica en Buenos Aires. Todas estas manifestaciones de indignación denuncian a la Policía como institución y son manifestaciones compartidas a nivel global. 

Además de estas denuncias, lamentablemente, tenemos muchas referencias anecdóticas sobre cómo la Policía atiende los casos de violencia de género, el trabajo sexual, el maltrato de menores, y las agresiones sexuales; solo por nombrar algunas de las muchas instancias en que la Policía interviene. Son innumerables los testimonios de personas sobrevivientes que se han sentido desprotegidas, violentadas, y hasta amenazadas por la Policía. La Policía no nos protege.

Y es que el Estado liberal ha sido efectivo en hacernos pensar que la Policía tiene como función principal la protección y la seguridad pública. Esa falsa ilusión ha provocado que los abusos policiales se atiendan de manera individual, sin considerar la dimensión estructural y, menos aún, los orígenes de la Policía como institución. Lo cierto es que la Policía, como la conocemos, tiene su origen en el control de poblaciones que el Estado moderno produce y, a la vez, etiqueta como peligrosas. A mayor peligrosidad, mayor intervención y represión sin atención alguna a las causas de la “peligrosidad”. La Policía, realmente, está diseñada para mantener el control dentro de un sistema, cuya base es la explotación. Sí, la explotación de clase, la explotación sexual, el racismo, el machismo, el colonialismo; sí, la explotación. 

Así, ese último señalamiento parecería ser hiperbólico, pero no lo es. En sus inicios, los antecesores de la Policía estadounidense protegían las plantaciones esclavistas y perseguían a las personas esclavizadas; mantenían a raya a las poblaciones nativas y amenazaban a las personas que ocupaban territorios que pertenecían a lo que hoy conocemos como México. En el caso de Puerto Rico, lo primero que hicieron los estadounidenses al invadir la isla fue designar policías que, posteriormente, se dedicarían a perseguir a la disidencia política y sexual, poner en su sitio a la “vagancia”, perseguir a las trabajadoras sexuales, reprimir a las comunidades vulnerabilizadas, y a asesinar. Adolfina Villanueva y Antonia Martínez Lagares ejemplifican muy bien lo anterior. Para mal, esto no es un fenómeno exclusivo de nuestra realidad insular. Es una realidad que compartimos con el resto del mundo y que urge transformar. 

Desde el reconocimiento del feminismo como una herramienta de transformación social, es indispensable reclamar el desarme y la abolición de la Policía. Durante años, hemos visto cómo se ha intentado, sin éxito, reformar la Policía para evitar la violación de derechos civiles, el gatillo fácil, el racismo, el sexismo y el machismo, entre otros ismos. Las reformas han intentado cambiarlo todo, el principio gatopardista por excelencia, para que nada cambie. 

A pesar de que se les ha asignado mayores recursos y se han impartido innumerables adiestramientos, nada cambia. La Policía sigue disparando con facilidad, persiguiendo a trabajadoras sexuales y personas identificadas con las comunidades LGBTTQIA+, interviniendo selectivamente por razón de raza y por clase social, criminalizando a mujeres que buscan servicios por parte del Estado, reprimiendo brutalmente manifestaciones y comunidades empobrecidas, y protegiendo a sus propias manzanas podridas. 

Y es que el problema no son las manzanas podridas, o bueno, no únicamente. El problema es un sistema podrido que no está enfocado en proveer seguridad pública. Está diseñado para lidiar, a través de la criminalización, con los problemas que produce un sistema económico y político que se nutre de la desigualdad, no solo económica sino también racial, de género, de capacidades diversas, entre otras. 

Así, los males que engendra la pobreza se criminalizan. Los que genera la desigualdad entre los sexos, se criminalizan. Los que generan la falta de atención adecuada y diferenciada de las personas neurodivergentes, se criminalizan. Los que genera la falta de servicios para las familias en condiciones de vulnerabilidad, se criminalizan. La falta de atención médica accesible y gratuita en asuntos de salud mental y adicciones, se criminalizan. Así, el Estado recurre a la más fáciles de las soluciones: la criminalización. Tenemos un Código Penal que tipifica conductas delictivas que ni la más entregada abogada logra memorizar. 

En ese sentido, la Policía pasa sus días persiguiendo a personas empobrecidas, mujeres en búsqueda de servicios, familias necesitadas, personas con adicciones y con problemas de salud mental, agresores de mujeres -cuando es que deciden intervenir y creerle a la mujer que denuncia-,  dando tickets por exceso de velocidad y mal estacionamiento, querellas por alteración a la paz, y persiguiendo a personas con posesiones mínimas de sustancias contraladas. Es cierto, la Policía no nos protege y no es porque no quiera protegernos, es porque está diseñada para no hacerlo.

Es por ello que los millones de recursos que el Estado invierte en la Policía, en el reclutamiento de nuevos y nuevas oficiales, en entrenamientos, armamentos y reformas se deben destinar a las comunidades. 

Ser feminista es estar a favor de la construcción de comunidades robustas, con mecanismos propios para resolver sus conflictos sin intervención policial, con servicios accesibles, salarios dignos, educación con perspectiva de género y antirracista. Comunidades empoderadas, conocedoras de sus derechos, con escuelas públicas de excelencia, centros de servicios integrales, centros de cuidos de niños y envejecientes, programas recreativos y para después del horario escolar son alternativas a las que el Estado no recurre. 

Al contrario, a mayores índices de criminalidad, mayores recursos para la Policía. Es tiempo ya que los recursos que se pierden destinándolos a la Policía, se transfieran a las comunidades y se establezcan programas de justicia transformativa y restaurativa que, en lugar de criminalizar, atiendan las causas de conductas que no se producen en un vacío. Al fin y al cabo, es la desigualdad el más brutal de los crímenes y la Policía no nos protege porque, como diría Ezequiel, en la serie Entrevías, “siempre está donde no tiene que estar”. 

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